domingo, 22 de abril de 2018

Una historia para volverse a contar... / A story worth retelling...

Tenemos una historia que contarte…
We have a story to tell...
(Please read this story below the Spanish version)


El principio del narciso

Varias veces mi hija me había telefoneado para decirme: "Mamá, tienes que venir a ver los narcisos antes de que se hayan terminado." Yo quería ir, pero era un viaje de dos horas desde Laguna hasta Lake Arrowhead. Ir y venir toma la mayor parte del día - y la verdad es que no tenía un día libre hasta la semana siguiente.

"Iré este martes", le prometí con cierta renuencia, cuando llamó por tercera vez. El martes amaneció frío y lluvioso. Sin embargo, lo había prometido, así que manejé a todo lo largo de la ruta 91, continué en la I-215, y, finalmente tomé la ruta 18 y comencé a conducir por la carretera de la montaña. Las cimas de las montañas estaban cubiertas de nubes, y yo había recorrido pocos kilómetros cuando ya la carretera estaba completamente cubierta con un manto húmedo y gris de niebla. Desaceleré, mi corazón latía con fuerza. El camino se vuelve estrecho y sinuoso hacia la cima de la montaña.

Al mismo tiempo que iba manejando las curvas peligrosas a paso de tortuga, iba rezando para llegar a la desviación en el Blue Jay eso significaría que yo ya había llegado. Cuando finalmente entré a la casa de Carolina y la abracé y saludé a mis nietos le dije: "¡Olvida los narcisos, Carolina! El camino está invisible con las nubes y la niebla, y no hay nada en el mundo, excepto tú y estos queridos niños, que quiera ver ¡y menos si hay que manejar una pulgada más!"

Mi hija sonrió calmadamente: "Nosotros manejamos en estas condiciones todo el tiempo, mamá."

"Bueno, no me vas a hacer volver a la carretera hasta que se despeje - ¡y luego me voy a casa!" Yo le aseguré.

"Tenía la esperanza de que me pudieras llevar al taller para recoger mi coche. El mecánico acaba de llamar, y dijo que ya está listo", respondió ella.

"¿Hasta dónde tenemos que conducir?" Le pregunté con cautela.

"A pocas cuadras," dijo Carolina alegremente.

Así que les pusimos el cinturón de seguridad a los niños y nos subimos a mi coche. "Yo manejo”, ofreció Carolina. "Estoy acostumbrado a esto" y ella comenzó a conducir.

A los pocos minutos me di cuenta de que estábamos de vuelta en el camino en dirección a la cima de la montaña. "¿A dónde vamos?" -Exclamé, preocupada de estar de vuelta en la carretera de la montaña con la niebla. "Este no es el camino hacia el taller!"

"Vamos al taller por el camino más largo", sonrió Carolina, "por el camino de los narcisos".

"Carolina, le dije con firmeza, tratando de sonar como su madre y la responsable de la situación", por favor, da la vuelta. No hay nada en el mundo que quiera ver lo suficiente como para conducir por esta carretera con este tiempo."

"Está bien, mamá" respondió ella con una sonrisa de complicidad. "Yo sé lo que estoy haciendo. Te prometo que nunca te perdonarías haberte perdido esta experiencia."

Y así mi dulce y querida hija, la que nunca me había dado un minuto de dificultad en toda su vida estaba repentinamente a cargo - ¡y me estaba secuestrando! Yo no lo podía creer. Y me guste o no, yo estaba en camino a ver unos narcisos ridículos -manejando a través de la silenciosa y espesa capa de niebla que cubría la montaña en que lo pensaba que era un riesgo para la vida y la integridad física.

Murmuré todo el camino. Después de unos veinte minutos entramos en una pequeña carretera de grava que se bifurcaba hacia abajo en un camino lleno de robles en la ladera de la montaña. La niebla se había disipado un poco, pero el cielo estaba gris y cargado de nubes.

Nos detuvimos en un pequeño estacionamiento junto a una iglesita de piedra. Desde donde estábamos, en la parte superior de la montaña, se podía ver más allá, en la niebla, las crestas de la Sierra de San Bernardino, como si fuera una manada de elefantes encorvados. Por debajo de nosotros, la niebla envolvía valles, montes y llanuras que se extendían hasta el desierto.

Al otro lado de la iglesia vi un camino cubierto de pinos, de árboles de hoja perenne altos y de arbustos de manzanita y un letrero poco visible, que decía: "Jardín de Narcisos."

Cada una tomó la mano de un niño, y yo seguí a Carolina por el camino que serpenteaba entre los árboles. La montaña se inclinaba hacia un lado del camino en huecos irregulares, pliegues y valles, como una falda profundamente arrugada.

Robles, laurel de montaña y arbustos agrupados en los pliegues, y que con el aire gris y la llovizna, el follaje verde se veía oscuro y de un solo color. Me estremecí. Luego doblamos una esquina del camino, y cuando miré quedé boquiabierta. Delante de mí estaba la vista más gloriosa, inesperada y completamente espléndida. Parecía como si alguien hubiera tomado una enorme tina de oro y la hubiera derramado hacia abajo sobre la cumbre y las laderas de la montaña y se hubiera metido en cada grieta y en todo lugar.

Incluso con el aire lleno de neblina, la montaña estaba radiante, vestida con enormes montones y cascadas de narcisos. Las flores estaban plantadas en patrones majestuosos, arremolinados en grandes hileras de colores anaranjado intenso, blanco, amarillo limón, salmón rosado, azafrán y amarillo mantequilla.

Cada variedad de diferente color (más tarde supe que había más de treinta y cinco variedades de narcisos) se plantó como un grupo para que se arremolinaran y fluyeran como un río, con su propio y único matiz.

En el centro de esta increíble y deslumbrante muestra de oro, una gran cascada de jacintos color púrpura bajaba como una catarata de flores enmarcadas en su propia cuenca de rocas, entretejiéndose a través de los narcisos brillantes. Un encantador camino atravesaba el jardín. Había varias estaciones de descanso pavimentadas con piedras y decoradas con bancos de madera victoriana y macetas grandes de tulipanes color coral y carmín. Como si esto no fuera suficiente, la Madre Naturaleza tenía que agregar su maravilloso encanto- por encima de los narcisos, una bandada de azulejos occidentales revoloteaban y lanzaban parpadeos de su brillantez. Estos pajaritos encantadores son del color de los zafiros con los pechos de color rojo magenta. Mientras bailan en el aire sus colores son verdaderamente como joyas sobre los resplandecientes narcisos. El efecto era espectacular.

No importa que el sol no brillara. El brillo de los narcisos era como el resplandor del más brillante día soleado. Las palabras, maravillosas como son, simplemente no pueden describir la increíble belleza de esa cima de la montaña cubierta de flores.

¡Cinco hectáreas de flores! (Esto también lo descubrí más tarde, cuando algunas de mis preguntas fueron contestadas.) "Pero, ¿quién ha hecho esto?" Le pregunté a Carolina. Estaba inmensamente agradecida de que me trajera - incluso en contra de mi voluntad. Esta era una experiencia única en la vida.

"¿Quién?" Le pregunté de nuevo, casi muda de asombro, "¿Y cómo y por qué, y cuándo?"

"Fue sólo una mujer", respondió Carolina. "Ella vive en esta propiedad. Aquella es su casa”. Carolina señaló una casa bien cuidada que se veía pequeña y modesta en medio de toda esa gloria.

Caminamos hasta la casa, mi mente estaba llena de preguntas. En el patio, vimos un cartel."Las respuestas a las preguntas que yo sé que te estás haciendo", era el título. La primera respuesta era simple: "50.000 bulbos", decía. La segunda respuesta fue: "Uno a la vez, por una mujer, dos manos, dos pies, y muy poco cerebro." La tercera respuesta fue: "Comenzó en 1958."

Allí estaba. El Principio del Narciso.

Para mí ese momento fue una experiencia que cambia la vida. Pensé en esa mujer a quien nunca había conocido, quien, más de treinta y cinco años antes, había comenzado – un bulbo a la vez - para traer su visión de belleza y alegría a una oscura cima de una montaña. Un bulbo a la vez.

No había otra manera de hacerlo. Un bulbo a la vez. No hay atajos - simplemente amar el lento proceso de la siembra. Amar el trabajo tal como se va desarrollando.

Amar un logro que creció tan lentamente y que floreció por sólo tres semanas de cada año. Sin embargo, con sólo plantar un bulbo a la vez, año tras año, había cambiado al mundo.

Esta mujer desconocida había cambiado para siempre el mundo en que vivía. Ella había creado algo de inefable magnificencia, belleza e inspiración.

El principio que su Jardín de Narcisos enseñó es uno de los más grandes principios de celebración: aprender a movernos hacia nuestras metas y deseos un paso a la vez - a menudo como un paso de bebé a la vez - aprendiendo a amar lo que hacemos, aprendiendo a usar el tiempo a nuestro favor.

Cuando multiplicamos instantes con pequeños incrementos de esfuerzo diario, nosotros también encontraremos que podemos realizar cosas magníficas. Podemos cambiar el mundo.

"Carolina", dije esa mañana en la cima de la montaña cuando dejábamos el paraíso de los narcisos, nuestras mentes y corazones seguían empapados y desconcertado por el esplendor que habíamos visto "es como si esa mujer excepcional hubiera bordado la tierra! La decoró. Sólo piensa en eso, ella plantó cada bulbo por más de treinta años. Un bulbo a la vez! Y esa es la única manera en que este jardín podía ser creado. Cada bulbo tenía que ser plantado. No había manera de acortar ese proceso. Cinco acres de flores. Esa magnífica cascada de jacintos! Todo, sólo con un bulbo a la vez."

La idea de todo esto llenó mi mente. Me sentí abrumada de repente con las implicaciones de lo que había visto. "Me pone triste, en cierto modo," admití a Carolina. "¿Qué hubiera yo logrado si hubiera pensado en una meta maravillosa hace unos treinta y cinco años y hubiera trabajado ese 'un bulbo a la vez' a través de todos estos años. Basta pensar lo que podría haber sido capaz de lograr!"

Mi sabia hija puso el coche en marcha y resumió el mensaje del día en su forma directa. "Comenzarás mañana", dijo con la misma perspicaz sonrisa que había usado durante la mayor parte de la mañana. ¡Oh, qué gran sabiduría!

No tiene sentido pensar en las horas perdidas del ayer. La manera de hacer del aprendizaje de una lección una celebración, en lugar de una causa de pesar, es preguntar nada más, "¿Cómo puedo usar esto mañana?"


Jaroldeen Asplund Edwards

Adaptación al Español:
Graciela Sepúlveda y Andrés Bermea


Here the English version…


The Daffodil Principle

Several times my daughter had telephoned to say, "Mother, you must come and see the daffodils before they are over." I wanted to go, but it was a two-hour drive from Laguna to Lake Arrowhead. Going and coming took most of a day - and I honestly did not have a free day until the following week.

"I will come next Tuesday," I promised, a little reluctantly, on her third call. Next Tuesday dawned cold and rainy. Still, I had promised, and so I drove the length of Route 91, continued on I-215, and finally turned onto Route 18 and began to drive up the mountain highway. The tops of the mountains were sheathed in clouds, and I had gone only a few miles when the road was completely covered with a wet, gray blanket of fog. I slowed to a crawl, my heart pounding. The road becomes narrow and winding toward the top of the mountain.

As I executed the hazardous turns at a snail's pace, I was praying to reach the turnoff at Blue Jay that would signify I had arrived. When I finally walked into Carolyn's house and hugged and greeted my grandchildren I said, "Forget the daffodils, Carolyn! The road is invisible in the clouds and fog, and there is nothing in the world except you and these darling children that I want to see bad enough to drive another inch!"

My daughter smiled calmly, "We drive in this all the time, Mother."

"Well, you won't get me back on the road until it clears - and then I'm heading for home!" I assured her.

"I was hoping you'd take me over to the garage to pick up my car. The mechanic just called, and they've finished repairing the engine," she answered.

"How far will we have to drive?" I asked cautiously.

"Just a few blocks, "Carolyn said cheerfully.

So we buckled up the children and went out to my car. "I'll drive," Carolyn offered. "I'm used to this." We got into the car, and she began driving.

In a few minutes I was aware that we were back on the Rim-of-the-World Road heading over the top of the mountain. "Where are we going?" I exclaimed, distressed to be back on the mountain road in the fog. "This isn't the way to the garage!"

"We're going to my garage the long way," Carolyn smiled, "by way of the daffodils."

"Carolyn, I said sternly, trying to sound as if I was still the mother and in charge of the situation, "please turn around. There is nothing in the world that I want to see enough to drive on this road in this weather."

"It's all right, Mother," She replied with a knowing grin. "I know what I'm doing. I promise, you will never forgive yourself if you miss this experience."

And so my sweet, darling daughter who had never given me a minute of difficulty in her whole life was suddenly in charge - and she was kidnapping me! I couldn't believe it. Like it or not, I was on the way to see some ridiculous daffodils - driving through the thick, gray silence of the mist-wrapped mountaintop at what I thought was risk to life and limb.

I muttered all the way. After about twenty minutes we turned onto a small gravel road that branched down into an oak-filled hollow on the side of the mountain. The fog had lifted a little, but the sky was lowering, gray and heavy with clouds.

We parked in a small parking lot adjoining a little stone church. From our vantage point at the top of the mountain we could see beyond us, in the mist, the crests of the San Bernardino range like the dark, humped backs of a herd of elephants. Far below us the fog-shrouded valleys, hills, and flatlands stretched away to the desert.

On the far side of the church I saw a pine-needle-covered path, with towering evergreens and manzanita bushes and an inconspicuous, lettered sign "Daffodil Garden."

We each took a child's hand, and I followed Carolyn down the path as it wound through the trees. The mountain sloped away from the side of the path in irregular dips, folds, and valleys, like a deeply creased skirt.

Live oaks, mountain laurel, shrubs, and bushes clustered in the folds, and in the gray, drizzling air, the green foliage looked dark and monochromatic. I shivered. Then we turned a corner of the path, and I looked up and gasped. Before me lay the most glorious sight, unexpectedly and completely splendid. It looked as though someone had taken a great vat of gold and poured it down over the mountain peak and slopes where it had run into every crevice and over every rise. Even in the mist-filled air, the mountainside was radiant, clothed in massive drifts and waterfalls of daffodils. The flowers were planted in majestic, swirling patterns, great ribbons and swaths of deep orange, white, lemon yellow, salmon pink, saffron, and butter yellow.

Each different-colored variety (I learned later that there were more than thirty-five varieties of daffodils in the vast display) was planted as a group so that it swirled and flowed like its own river with its own unique hue.

In the center of this incredible and dazzling display of gold, a great cascade of purple grape hyacinth flowed down like a waterfall of blossoms framed in its own rock-lined basin, weaving through the brilliant daffodils. A charming path wound throughout the garden. There were several resting stations, paved with stone and furnished with Victorian wooden benches and great tubs of coral and carmine tulips. As though this were not magnificent enough, Mother Nature had to add her own grace note - above the daffodils, a bevy of western bluebirds flitted and darted, flashing their brilliance. These charming little birds are the color of sapphires with breasts of magenta red. As they dance in the air, their colors are truly like jewels above the blowing, glowing daffodils. The effect was spectacular.

It did not matter that the sun was not shining. The brilliance of the daffodils was like the glow of the brightest sunlit day. Words, wonderful as they are, simply cannot describe the incredible beauty of that flower-bedecked mountain top.

Five acres of flowers! (This too I discovered later when some of my questions were answered.) "But who has done this?" I asked Carolyn. I was overflowing with gratitude that she brought me - even against my will. This was a once-in-a-lifetime experience.

"Who?" I asked again, almost speechless with wonder, "And how, and why, and when?"

"It's just one woman," Carolyn answered. "She lives on the property. That's her home." Carolyn pointed to a well-kept A-frame house that looked small and modest in the midst of all that glory.

We walked up to the house, my mind buzzing with questions. On the patio we saw a poster. "Answers to the Questions I Know You Are Asking" was the headline. The first answer was a simple one. "50,000 bulbs," it read. The second answer was, "One at a time, by one woman, two hands, two feet, and very little brain." The third answer was, "Began in 1958."

There it was. The Daffodil Principle.

For me that moment was a life-changing experience. I thought of this woman whom I had never met, who, more than thirty-five years before, had begun - one bulb at a time - to bring her vision of beauty and joy to an obscure mountain top. One bulb at a time.

There was no other way to do it. One bulb at a time. No shortcuts - simply loving the slow process of planting. Loving the work as it unfolded.

Loving an achievement that grew so slowly and that bloomed for only three weeks of each year. Still, just planting one bulb at a time, year after year, had changed the world.

This unknown woman had forever changed the world in which she lived. She had created something of ineffable magnificence, beauty, and inspiration.

The principle her daffodil garden taught is one of the greatest principle of celebration: learning to move toward our goals and desires one step at a time - often just one baby-step at a time - learning to love the doing, learning to use the accumulation of time.

When we multiply tiny pieces of time with small increments of daily effort, we too will find we can accomplish magnificent things. We can change the world.

"Carolyn," I said that morning on the top of the mountain as we left the haven of daffodils, our minds and hearts still bathed and bemused by the splendors we had seen, "it's as though that remarkable woman has needle-pointed the earth! Decorated it. Just think of it, she planted every single bulb for more than thirty years. One bulb at a time! And that's the only way this garden could be created. Every individual bulb had to be planted. There was no way of short-circuiting that process. Five acres of blooms. That magnificent cascade of hyacinth! All, just one bulb at a time."

The thought of it filled my mind. I was suddenly overwhelmed with the implications of what I had seen. "It makes me sad in a way," I admitted to Carolyn. "What might I have accomplished if I had thought of a wonderful goal thirty-five years ago and had worked away at it 'one bulb at a time' through all those years. Just think what I might have been able to achieve!"

My wise daughter put the car into gear and summed up the message of the day in her direct way. "Start tomorrow," she said with the same knowing smile she had worn for most of the morning. Oh, profound wisdom!

It is pointless to think of the lost hours of yesterdays. The way to make learning a lesson a celebration instead of a cause for regret is to only ask, "How can I put this to use tomorrow?"

Jaroldeen Asplund Edwards


Every year, high in the San Bernardino mountain range of Southern California, five acres of beautiful daffodils burst into bloom. Amazingly, this special spot, known as "The Daffodil Garden," was planted by one person, one bulb at a time, over a period of thirty-five years. The story of "The Daffodil Principle" originally appeared nearly ten years ago in Jaroldeen Edwards' book Celebration! Since that time, the story has gained international popularity and has been retold innumerable times. Available for the first time as an illustrated gift book, with artwork by Anne Marie Oborn, this story will touch hearts with its simple message: Start today, one step at a time, to change your world.