Tenemos
una historia que contarte…
We have a story to
tell...
(Please read this story
below the Spanish story)
¿Peleamos o Escuchamos?
El tren se balanceaba y se
sacudía por los suburbios de Tokio en una tarde somnolienta de primavera. Nuestro vagón iba relativamente vacío - pocas
amas de casa cargando a sus hijos, algunos viejos que habían ido de compras.
Miré con aire ausente las casas grises y los polvorientos setos.
En una estación se abrieron
las puertas, y de repente la tarde quieta y silenciosa fue rota por un hombre
gritando maldiciones violentas e incomprensibles. El hombre se tambaleó hacia
nuestro vagón. Llevaba ropa de obrero, y era grande, estaba borracho y sucio.
Gritando, golpeó a una mujer con su bebé. El golpe la envió trastabillando al
regazo de una pareja de ancianos. Fue un milagro que no le pasara nada.
Aterrorizada, la pareja
saltó y corrió hacia el otro extremo del vagón. El obrero lanzó una patada en
la parte posterior a la anciana, pero no logró lastimarla pues ella se
escabulló a un lugar más seguro. Esto enfureció tanto al borracho que agarró el
poste de metal en el centro del vagón y trató de arrancarlo de su lugar. Pude
ver que una de sus manos estaba cortada y sangrando. El tren se sacudió, los
pasajeros estaban congelados por el miedo. Me puse de pie.
Yo era joven en ese entonces,
hace unos 20 años, y estaba en muy buena forma. Había estado entrenando Aikido ocho
horas casi todos los días durante los últimos tres años. Me gustaba derribar a
mis oponentes. Pensaba que era fuerte. El problema era que mi habilidad marcial
no había sido probada en ningún combate real. Como estudiantes de aikido, no se
nos permitía pelear.
"Aikido",
mi maestro había dicho una y otra vez, "es
el arte de la reconciliación. Quien tiene la mentalidad de combatir ha roto su
conexión con el universo. Si intentas dominar a la gente, ya estás derrotado.
Nosotros estudiamos cómo resolver un conflicto, no cómo iniciarlo”.
Escuchaba sus palabras. Me
esforzaba. Incluso iba tan lejos como para cruzarme la calle para evitar a los chimpira, que eran los punks que merodeaban por las estaciones
del tren. Mi paciencia me exaltaba. Me sentía a la vez fuerte y santo. En mi
corazón, sin embargo, quería una absoluta y legítima oportunidad donde pudiera
salvar al inocente destruyendo al culpable.
¡Eso es! Me dije a mí
mismo. La gente está en peligro y si no hago algo rápido, es probable que
alguien resulte herido. Al ver que me levantaba, el borracho vio una
oportunidad para enfocar su rabia.
"¡Ajá!"
rugió. "Un extranjero! Necesitas una lección de modales japoneses!"
Me aferré a la correa para
pasajeros y lo miré con asco y rechazo. Pensaba llevármelo aparte, pero él tenía
que dar el primer paso. Yo quería que se enojara más, así que fruncí los labios
y le lancé un beso.
"¡Muy
bien!” Él gritó. Vas
a recibir una lección. Se dispuso a ir de prisa hacia mí.
Una fracción de segundo
antes de que él pudiera moverse, alguien gritó: "¡Hey!" Fue ensordecedor. Recuerdo lo extrañamente
alegre y melodioso que sonó - como si tú y un amigo hubieran estado buscando
diligentemente algo, y de repente tropezaran con eso.
"Hey!"
Me volví hacia mi izquierda, y el borracho giró a su derecha. Los dos nos
quedamos viendo a un pequeño viejo japonés. Debe de haber tenido setenta años, este señor pequeñito,
sentado ahí en su inmaculado kimono. A mí no me hizo caso, pero sonrió
encantado al obrero, como si tuviera un secreto importante que compartir.
"Ven
aquí", dijo el anciano en una sencilla lengua
vernácula, llamando al borracho. "Ven
aquí y habla conmigo."
Hizo un gesto con la mano
llamándolo. El hombre caminó, como si lo jalaran. Se plantó beligerante frente
al anciano, y rugía por encima del ruido de las ruedas del tren,
"¿Por
qué diablos voy a hablar con usted?"
El borracho ahora estaba de
espaldas a mí. Si su codo se moviera tanto como un milímetro, lo pondría en su
lugar. El anciano continuó dirigiéndose al trabajador.
"¿Que
has estado bebiendo?" -preguntó, con los ojos
brillando con interés.
"He
estado bebiendo sake", bramó el trabajador de nuevo,
“y no es asunto tuyo!" Gotas de
saliva salpicaron al anciano.
"Ok,
eso es maravilloso", dijo el anciano, "absolutamente maravilloso! Fíjate, a
mi me encanta el sake también. Cada noche, mi esposa y yo (ella tiene 76 años,
ya sabes), calentamos una botellita de sake y la llevamos al jardín, y nos
sentamos en una vieja banca de madera. Vemos como el sol se oculta, y vemos
cómo nuestro árbol de persimonio va creciendo."
Levantó la vista hacia el
trabajador, parpadeando. Mientras luchaba por seguir la conversación del
anciano, el rostro del borracho empezó a suavizarse. Sus puños lentamente se
aflojaron.
"Sí,"
dijo. "Me encantan los persimonios también."
Su voz se apagó.
"Sí,"
dijo el anciano, sonriendo, "y estoy
seguro de que tienes una esposa maravillosa."
"No",
respondió el obrero. "Mi esposa
murió." Muy suavemente, meciéndose con el movimiento del tren, el
hombre comenzó a sollozar. "No tengo
esposa, no tengo casa, y no tengo ningún
trabajo. Estoy tan avergonzado de mí mismo." Las lágrimas rodaron por
sus mejillas, un espasmo de desesperación recorrió su cuerpo.
Ahora era mi turno. Parado
ahí con mi inocencia juvenil, y mi actitud de haz-este-mundo-seguro-con-
democracia y justicia, de repente me
sentí más sucio que lo que él estaba. A continuación, el tren llegó a mi
parada. Cuando las puertas se abrieron, escuché el cacareo del anciano con
simpatía.
"Vaya,
vaya", dijo, "sí
que es una situación difícil, por cierto. Siéntate aquí y cuéntame al
respecto."
Volví la cabeza para echar
un último vistazo. El obrero estaba tumbado en el asiento, con la cabeza en el
regazo del anciano. El anciano estaba acariciando suavemente el pelo sucio y
enmarañado.
Cuando el tren se alejaba,
me senté en un banco. Lo que yo había querido hacer con el músculo se había
logrado con palabras amables. Acababa de ver el aikido probado en combate, y la
esencia del mismo era el amor. Tendría que practicar el arte con un espíritu
totalmente diferente. Pasaría un largo tiempo antes de que pudiera hablar sobre
la resolución de conflictos.
De su libro "Las enseñanzas de Terry Dobson",
quien pasó 10 años como estudiante,
discípulo y asistente de enseñanza de Morehei Ueshiba, fundador del Aikido, y
luego regresó a Estados Unidos para perfeccionar un sistema de resolución de
conflictos.
Publicada originalmente en
Internet en InsightOf The Day de Bob Proctor
Adaptación al Español:
Graciela Sepúlveda y Andrés Bermea
Here the English version…
Do We Fight or Do We Listen?
The train clanked and rattled through the suburbs
of Tokyo on a drowsy spring afternoon. Our car was comparatively empty - a few
housewives with their kids in tow, some old folks going shopping. I gazed
absently at the drab houses and dusty hedgerows.
At one station the doors opened, and suddenly the
afternoon quiet was shattered by a man bellowing violent, incomprehensible
curses. The man staggered into our car. He wore laborer's clothing, and he was
big, drunk, and dirty. Screaming, he swung at a woman holding a baby. The blow
sent her spinning into the laps of an elderly couple. It was a miracle that she
was unharmed.
Terrified, the couple jumped up and scrambled
toward the other end of the car. The laborer aimed a kick at the retreating
back of the old woman but missed as she scuttled to safety. This so enraged the
drunk that he grabbed the metal pole in the center of the car and tried to
wrench it out of its stanchion. I could see that one of his hands was cut and
bleeding. The train lurched ahead, the passengers frozen with fear. I stood up.
I was young then, some 20 years ago, and in pretty
good shape. I'd been putting in a solid eight hours of aikido training nearly
every day for the past three years. I like to throw and grapple. I thought I
was tough. Trouble was, my martial skill was untested in actual combat. As
students of aikido, we were not allowed to fight.
"Aikido," my teacher had said again
and again, "is the art of
reconciliation. Whoever has the mind to fight has broken his connection with
the universe. If you try to dominate people, you are already defeated. We study
how to resolve conflict, not how to start it."
I listened to his words. I tried hard. I even went
so far as to cross the street to avoid the chimpira,
the pinball punks who lounged around the train stations. My forbearance exalted
me. I felt both tough and holy. In my heart, however, I wanted an absolutely
legitimate opportunity whereby I might save the innocent by destroying the
guilty.
This is it! I said to myself, getting to my feet.
People are in danger and if I don't do something fast, they will probably get
hurt. Seeing me stand up, the drunk recognized a chance to focus his rage.
"Aha!" He roared. "A foreigner! You need a lesson in
Japanese manners!"
I held on lightly to the commuter strap overhead
and gave him a slow look of disgust and dismissal. I planned to take this
turkey apart, but he had to make the first move. I wanted him mad, so I pursed
my lips and blew him an insolent kiss.
"All right! He hollered. "You're gonna get a lesson."
He gathered himself for a rush at me.
A split second before he could move, someone
shouted "Hey!" It was
earsplitting. I remember the strangely joyous, lilting quality of it - as
though you and a friend had been searching diligently for something, and he
suddenly stumbled upon it.
"Hey!" I wheeled to my left;
the drunk spun to his right. We both stared down at a little old Japanese man.
He must have been well into his seventies, this tiny gentleman, sitting there
immaculate in his kimono. He took no notice of me, but beamed delightedly at
the laborer, as though he had a most important, most welcome secret to share.
"C'mere," the old man said in an
easy vernacular, beckoning to the drunk. "C'mere
and talk with me."
He waved his hand lightly. The big man followed, as
if on a string. He planted his feet belligerently in front of the old
gentleman, and roared above the clacking wheels,
"Why the hell should I talk to you?"
The drunk now had his back to me. If his elbow
moved so much as a millimeter, I'd drop him in his socks. The old man continued
to beam at the laborer.
"What'cha been
drinkin'?" he asked, his eyes sparkling with interest.
"I been drinkin'
sake," the laborer bellowed back, "and
it's none of your business!" Flecks of spittle spattered the old man.
"Ok, that's
wonderful," the old man said, "absolutely
wonderful! You see, I love sake too. Every night, me and my wife (she's 76, you
know), we warm up a little bottle of sake and take it out into the garden, and
we sit on an old wooden bench. We watch the sun go down, and we look to see how
our persimmon tree is doing."
He looked up at the laborer, eyes twinkling. As he
struggled to follow the old man's conversation, the drunk's face began to
soften. His fists slowly unclenched.
"Yeah," he said. "I love persimmons too." His
voice trailed off.
"Yes," said the old man,
smiling, "and I'm sure you have a
wonderful wife."
"No," replied the laborer. "My wife died." Very gently,
swaying with the motion of the train, the big man began to sob. "I don't got no wife, I don't got no
home, I don't got no job. I am so ashamed of myself." Tears rolled
down his cheeks; a spasm of despair rippled through his body.
Now it was my turn. Standing there in well-scrubbed
youthful innocence, my make-this-world-safe-for-democracy righteousness, I
suddenly felt dirtier than he was. Then the train arrived at my stop. As the
doors opened, I heard the old man cluck sympathetically.
"My, my," he said, "that is a difficult predicament,
indeed. Sit down here and tell me about it."
I turned my head for one last look. The laborer was
sprawled on the seat, his head in the old man's lap. The old man was softly
stroking the filthy, matted hair.
As the train pulled away, I sat down on a bench.
What I had wanted to do with muscle had been accomplished with kind words. I
had just seen aikido tried in combat, and the essence of it was love. I would
have to practice the art with an entirely different spirit. It would be a long
time before I could speak about the resolution of conflict.
From his book "The Teachings of Terry
Dobson" who spent 10 years as an early student, disciple and teaching
assistant to Morehei Ueshiba, the founder of Aikido, and then returned to the
United States to refine a system of conflict resolution.
Originally published on Insight Of The Day
from Bob Proctor